| Entre las pilchas pobres del atado de ropa, ¿qué cacho de montaña te trajiste de Europa? Eras como tu pueblo del solar apenino, duro como sus piedras, fuerte como su vino, sano como la brisa de tus bosques natales de castaños antiguos y de viejos nogales. ¿Cuántas lunas amargas, cuántos soles lejanos traías en la rústica vasija de tus manos? ¿Qué llamas del estío, qué dramáticas nieves te tallaron en vivo con sus púas aleves, y forjaron tus huesos a total albedrío del agua de los montes y del viento del río? ¿Qué largas medianoches modelaron tu roca, qué silencios agrestes te sellaron la boca? ¿Qué flores arrancabas de la mies campesina con tu novia pequeña: la frágil Celestina? El hacha del invierno te pulió las orejas, las narices rotundas como frutas bermejas, los pilosos bigotes ensartados con ganas y teñidos de chicas y de sopas aldeanas. ¿Qué penas ancestrales, qué desazones viejas te llenaba de cruces la jungla de las cejas? ¿De qué tribus germanas venían tus ancestros, para que naufragaras en los suburbios nuestros? ¿Cómo fue que buscaste para tus magros sueños las calles polvorientas de los barrios porteños, de plazas con yuyales y pastos amarillos, de perros vagabundos y sucios conventillos, de largos basurales y de turbias cantinas, sin praderas, sin valles, sin vegas, sin colinas? ¿Cómo fue que buscaste para tu cautiverio los altos paredones del hosco cementerio? En mis noches de pibe, con el rostro severo te ví monologando detrás del jazminero, o bien en las tupidas jornadas mañaneras como si recordaras o como si leyeras cien palabras queridas en la taza de mate: Varzi, Voghera, Bobbio, Barostro, Cencerate. . . Yo conocí tu pueblo del solar apenino y anduve por sus piedras y bebí de su vino. Y crucé los umbrales de tu casa sencilla con ventanas abiertas al cielo de la villa. Miré las escaleras, las hornallas, los muebles, los rincones poblados de nombres indelebles, los hachados maderos, los humildes mesones de sólidas polentas y densos minestrones. Llegaban de los valles, las vides, la campiña, inmemoriadas voces: las de mi madre niña, e imaginé tu tiempo de joven campesino --sin meta, sin futuro, sin edad, sin destino— con tus días iguales y la mente sumisa recolectando frutos o saliendo de misa, doblado sobre el surco con tus brazos de fierro o paleando los fríos terraplenes del cerro, al rigor del otoño y al fuego del verano, con rabia, con estiércol, con penuria, con guano, mezcla de sed, de mufa, de tedio, de fatigas, por un kilo de papas o un manojo de espigas. Labriegos y azadones sobre la tierra dura: canal, pozo, fontana, zanjón. O sepultura. La noche que la muerte te suavizó la cara te quedaste dormido como si no importara, porque sí, por costumbre, como si nada fuese, como si regresaras al distante paese, como cuando soñabas tus cosas habituales o contabas estrellas detrás de los rosales. ¿Qué mundo te llevaste, qué desazón huraña, qué sol de Lombardía, qué cacho de montaña? Volverás a tu pueblo del solar apenino por las áridas breñas del áspero camino, cruzarás los umbrales de la casa sencilla cuando tañan los bronces de la vieja capilla; lenta, calladamente, sin apuro, sin ruido, calzarás tu chaqueta, tu sombrero raído, tu camisa de lienzo, tu pañuelo paisano como si masticaras el último toscano; abrirás las ventanas al paisaje desierto, mirarás el establo, los nogales, el huerto, y con tranco parejo subirás la colina con tu novia pequeña, la frágil Celestina. Andante caballero de la pala y el pico, fidalgo de la vaca, la mula y el borrico, peón, albañil, obrero, sembrador, laburante, --sin pausa, sin descanso, sin fiesta, sin domingo— por buey, por atavismo, por bronca, por aguante, te quedaste sin nombre: Juan abuelo, Juan gringo. |
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